miércoles, 12 de septiembre de 2007

De la verguenza


Parte II: Esos cristianos culposos: En esta vida, no se escapan ni cagando.


Se suele pensar que cuando cometemos alguna acción vergonzosa fuera del alcance de la mirada del otro, la vergüenza se traduce a otras formas; formas que se mueven en el plano propiamente ético y moral de la intimidad del hombre. Hablamos de “arrepentimiento o culpa”. Culpa tiene su raíz etimológica idéntica, del latín “culpa” y significa “Imputación a alguién de una determinada acción como consecuencia de su conducta”. En un sentido teológico, la definición sería: “Pecado o trasgresión voluntaria de la ley de Dios”. Pero, como ya se planteó en la primera parte: ¿se puede hablar de una vergüenza “aislada” propiamente tal?, ¿Puedo tener vergüenza de mí mismo sin que nadie lo sepa?

Parece que la culpabilidad es anterior al arrepentimiento. Esto es sostenible si pensamos que para sentirse arrepentido hay que necesariamente sentirse culpable. Más cuando me siento culpable debería sentir vergüenza de mí.
En la “Genealogía de la moral”, Nietzsche -notable y mal genio filósofo- juega con la doble significación de la palabra “shuld” que desde el alemán se traduce como culpa y deuda. El filósofo se apodera de este doble sentido y relaciona el origen del sentimiento de culpa con el “tener deudas”, con el sentir que le debemos a alguien. Nietzsche habla de la culpa constituida bajo el influjo de la relación deudor- acreedor, y muestra que ella se puede traducir de varias maneras.

En primer lugar, como una relación que se da entre el individuo y la comunidad. La comunidad le ofrece al hombre seguridad y protección, y así el individuo está en deuda con ella. En este sentido, “el delincuente” ante la comunidad no sólo es un deudor que no paga nunca sus deudas, sino que peor, aun atenta contra su acreedor. La comunidad reacciona en un principio y lo expulsa, lo priva de su protección. Sin embargo, cuando el poder de la comunidad se hace mayor o se acrecienta, ya no son tan peligrosas las infracciones; la comunidad se puede mostrar hasta benévola con el delincuente al que incluso puede proteger de la cólera de las personas que han sido perjudicadas por sus acciones.

También, la relación acreedor- deudor se puede pensar desde la perspectiva fundada en la relación “comunidad- antepasados”. Se supone que gracias a los antepasados, la comunidad se originó y subsiste. La deuda con los antepasados sólo puede ser pagada con sacrificios en sus más diversas formas. La sangre humana comienza a ser derramada por culpa de éstos; como lo es por ejemplo, el famoso sacrificio al primogénito. La deuda de la comunidad con los antepasados se va acrecentando hasta convertirlos en dioses... De este modo también se acrecienta el sentimiento de culpa.

Para Nietzsche la culpa llega a su más alto grado de manifestación con la aparición del Dios cristiano, ya que según esta penosa tradición, el ser humano por el sólo echo de ser “humano” está en deuda con él y experimenta la culpa. Aquí el sentimiento de culpa se moraliza y se radicaliza, se arraiga en la conciencia humana -!la mala conciencia!-, quedando adherida así en nuestra "naturaleza". Aparece la idea de “pecado original” por el cual todos somos seres culpables en la medida en que somos mujeres y hombres.
Sin embargo aquí hay una siniestra paradoja: para aliviar el tremendo sentimiento de culpa, surge la idea de un Dios acreedor que se sacrifica por sus deudores. O dicho de otro modo: De aquí nace el ideal del Dios que se auto-sacrifica a través de la figura de Jesús por las culpas de los infelices seres humanos.
Esa es la culpa eterna e impagable que se coló como quien conquista sangrientamente alguna tierra; esa culpa que el cristianismo desde lo inmemoriable acostumbra a cargar a sus seguidores: pobres camellos esclavos de su dogma. De allí la mala conciencia nietzscheana, ese sentimiento de culpabilidad ubicado en su más profunda constitución interna.

La presencia del cristianismo en nuestra cultura instauró la culpa en las conciencias de un modo muy particular. El concepto vergüenza, pudor y culpa tienen connotaciones muy especiales dentro de esta concepción. El pudor, la vergüenza y claramente, la culpa no se manifiestan de un modo radical en el contexto social, es decir no salen a la luz sólo por que el vecino nos pilló. El pudor, la vergüenza y la culpa se presentan ante un abismo tétrico poderoso, amenazador, perverso y limitativo: Estos sentimientos viven arraigados en nuestra naturaleza íntima. Recordemos las primeras páginas de la Biblia, el “Génesis” en donde se narra el pecado de Adán: “Después de la creación, el hombre y la mujer estaban desnudos pero no se avergonzaban...., pero después del pecado, se manifiesta en ellos el sentido del pudor como pudor sexual... -se dieron cuenta de que estaban desnudos y sintieron vergüenza, y más en general como sentido de culpabilidad... tuvieron miedo por que estaban desnudos y se escondieron...”
De este modo, luego del nacimiento de "la mentirita piadosa" del pecado original, los hombres se cargaron de vergüenza, y culpa; Culpa colectiva que supuestamente cargó Jesús en la cruz inmolándose, para que todos fuéramos perdonados.

El ideal del cristianismo, cultura de la culpa, es el del establecimiento de la vergüenza interna, de la vergüenza que se manifiesta en nuestros más íntimos pensamientos, ante los ojos del vengativo, violento y misógino "Dios" del primer testamento. Allí todos los secretos se ven adulterados. De hecho, para los cristianos no existen secretos ante Dios. Por que claro, si es que existe aquel Dios que todo lo sabe y todo lo penetra, el cual hace de testigo de todas nuestras acciones y de todos los movimientos de nuestra alma, es preciso que se entere de cualquier pensamiento o acción indecorosa o inmoral que por muy calladita y escondida que se encuentre, ...no se le escapa. Ese dios que vigila con ojo moral constantemente y al cual se le debe; con el cual se tiene una deuda producida por el primer hombre...la deuda que nace de la ficción del "pecado original". Ellos son deudores de una deuda impagable y eterna y si se alejan de las reglas y enseñanzas de la palabra sagrada, -de su palabra- deben sentir vergüenza ante él.

Así, recordando el texto de Jesús Sirach, Eclesiástico, vemos a los pobres camellos envueltos en una cárcel sin salida, un laberinto producido por la propia conciencia interior, que ha sido educada y concientizada para que el cristiano nunca esté completamente solo, para nunca librarse del ojo crítico:

“Él sondea el abismo y el corazón humano, y sus secretos cálculos penetra. Pues el altísimo todo saber conoce y fija sus ojos en las señales de los tiempos. No se le escapa ningún pensamiento, ni una palabra se le oculta...”

Infinidades de testimonios podemos recopilar con respecto a "Dios" como testigo omnipotente e interno, como el poder de vigilancia contenido, con forma de temor, como el promotor de la auto-vergüenza...

Séneca le escribía a Lucilio:

“Dios esta cerca de ti, está contigo, dentro de ti. Esto es lo que digo, Lucilio: un espíritu sagrado reside dentro de nosotros como observador y guardián de nuestras malas y buenas acciones. Tal como lo tratamos, así nos trata él.”

Finalmente, las palabras de San Agustín también son sugerentes:

“Vos sois el objeto de mi amor y de mis deseos; para que avergonzándome de mí mismo, me desprecie y deje, y os escoja sólo a Vos, de modo que ya no piense tener gusto en Vos ni en mí que no provenga de Vos.”

La vergüenza, como desvelamiento de un secreto, efectivamente parece requerir de algún tipo de alteridad. En esto quiero ser bien precisa: cuando hablo de alteridad no estoy pensando solamente en la presencia de otro como testigo material, concreto fuera de mí. Cuando pensamos en aquella alteridad, nos salimos del plano religioso para situarnos en el ético y social. En este caso, es bastante consistente el creer que la vergüenza al igual que el pudor, se constituyen y se fomentan en la medida en que existen testigos, en la medida en que vivimos dentro de una comunidad.
(Pensemos por ejemplo, en el anillo de Giges. Aquel que haciéndome invisible me aísla de las acusaciones morales que me puedan cometer y hago lo que quiero, realizo acciones indecorosas, puesto que mi honra está completamente a salvo de la mirada del otro, es decir, no siento vergüenza).

Sin embargo, cuando se afirma que la vergüenza y la culpa requiere de un tipo de alteridad para constituirse como tal irrumpe irremediablemente aquel lugar de la intimidad humana, aquel “fuero interno” que se constituye ante la mirada interna de otro, ese otro que para la lúgubre tradición cristiana se concibe como Dios y que ejerce una autoridad suprema al cual se le debe. El dios cristiano, en este sentido cumple la función de juez omnipotente, al que no se le escapa ningún movimiento interno, ningún secretillo. Un juez que vigila eternamente, con el cual tenemos deudas, deudas que se traducen en culpa, culpa que debemos enmendar.

Por último, con la historia del cristianismo, como una tradición que sitúa a la culpa en un plano esencial de la ética y moral humana, nos damos cuenta de que el poner la mirada de Dios en todos los rincones por donde los malogrados cuerpos podrían escapar, es una siniestra, estúpida, triste y útil estrategia para guiar las conductas humanas, para situarlas en la línea de su moralidad. Los cristianos se convencen de que nunca están ni estarán solos, y allí está la clave.
Para los cristianos, no existen verdaderos secretos propios, aislados, no existen secretos ante dios. Siempre hay algún otro (por cierto, superior a ti) del cual nunca se podrán ocultar. Ese dios respecto del cual deben sentir vergüenza si se han comportado mal. Ese genio omnipotente al cual hay que temer. El dios, en todo caso, igual paga: los "libra" de sus más arraigados temores: La muerte, la contingencia, el devenir, el azar, la duda... luego se cobra con la intimidad del pobre hombre, con su culpa, con su propia vida.

(Algo que para los ateos, es su propia conciencia, pero bah... Es muy fome mirarse al espejo y hablar con uno mismo....sólo.)

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